Al cabo de un año de angustias y esperanzas constantemente defraudadas, vieron llegar los tristes náufragos de Jamaica los deseados bajeles salvadores. No es este lugar para la narración minuciosa de los trabajos y las peripecias que experimentó el magnánimo Colón en aquel período de durísimas pruebas. El y su esforzado hermano Don Bartolomé habían tenido que luchar contra la insubordinación y la licencia de la mayor parte de sus compañeros; se habían visto expuestos a morir de hambre, a causa de negarse los indios, agraviados por los españoles rebeldes, a proveerles de víveres; los que al cabo obtuvo Colón, recobrando al mismo tiempo la veneración de aquellos salvajes, gracias al ardid de pronosticarles un eclipse de luna próximo como señal del enojo divino, por haberle ellos desamparado. La realización del eclipse, y acaso más aún, la resolución con que los dos ínclitos hermanos tuvieron que castigar al fin los desmanes de su gente, le atrajeron las mayores muestras de adhesión de parte de los indios, que le ofrecieron sus toscos alimentos en abundancia.
La salud del Almirante quedó profundamente quebrantada con los innumerables padecimientos físicos y morales que le abrumaron en aquella desdichadísima expedición.
Cuando llegó el momento de despedirse de los indios, derramaron éstos lágrimas de pesar por la ausencia de Colón, a quien creían un ser bajado del cielo; tanto se recomienda, aun en el ánimo de ignorantes salvajes, la práctica de los principios de humanidad y de justicia.
La adversidad que incesantemente acompañó al Almirante en todo el curso de este su cuarto viaje de descubrimientos, persistió en contrariarle durante la travesía de Jamaica a La Española. Vientos recios de proa, las fuertes corrientes entre ambas islas, y la mar siempre tormentosa, le hicieron demorar cuarenta y seis días en esa navegación que se hacia ordinariamente en ocho o diez. Anclaron los dos bajeles en el puerto de Santo Domingo el 13 de agosto de 1504.