No tuvo tiempo Las Casas, al despedirse de Yaguana, de ver a Diego Méndez, enviado desde Jamaica por el náufrago y desamparado Colón en demanda de auxilios. Los dos eran muy amigos, pero ya se sabe que el Licenciado tuvo que disponer en breves horas su viaje en cumplimiento de las estrechas órdenes del irritado Gobernador. Siete meses estuvo el leal emisario del Almirante instando en vano al duro y envidioso Ovando, para que enviara los ansiados socorros a los náufragos de Jamaica. Bajo un pretexto u otro, el Comendador difería indefinidamente el cumplimiento de un deber tan sagrado como importante. Por último, el infatigable Méndez obtuvo licencia para retirarse a Santo Domingo a esperar barcos de España, a fin de asistir a aquel importante objeto. Después de un penoso viaje a pie, desde Jaragua hasta el Ozama, llegó por fin Méndez a la capital, donde fue cariñosamente recibido y hospedado por Las Casas. Lo que estas dos almas generosas y de tan superior temple experimentaron al comunicarse recíprocamente sus aventuras, sus observaciones y sus juicios; la indignación en que aquellos dos corazones magnánimos ardieron al darse cuenta de la ingratitud dureza con que era tratado el grande hombre que había descubierto el Nuevo Mundo, como de la crueldad que iba diezmando a los infelices naturales de la hermosa isla Española, sería materia muy amplia y saldría de las proporciones limitadas de esta narración. Basta decir en resumen que aquellos dos hombres, ambos emprendedores, enérgicos y de distinguida inteligencia, no se limitaron a deplorar pasivamente las maldades de que eran testigos, sino que resolvieron combatirlas y corregirlas por los medios más eficaces que hallaran a mano, o en la órbita de sus facultades materiales e intelectuales. Desde entonces el nombre de Don Cristóbal Colón resonó por todos los ámbitos de Santo Domingo, acompañado de amargos reproches al Gobernador Ovando. En todas las reuniones públicas y privadas, en la casa municipal y en el atrio del templo como en la taberna y en los embarcaderos de la marina; a grandes y pequeños, laicos y clérigos, marineros y soldados, hombres y mujeres, a todos y a todas partes hicieron llegar Las Casas y Méndez la noticia del impío abandono en que Ovando dejara a Colón y sus compañeros en Jamaica, privados de todo recurso y rodeados de mil peligros de muerte. Esta activa propaganda conmovió profundamente los ánimos de toda la colonia, y cuando Ovando regresó al fin, de Jaragua, encontró la atmósfera cargada de simpatías por Colón, y de censuras de su propia conducta; pero, altivo y soberbio como era, lejos de ceder a la presión del voto general, se obstinó más y más en su propósito de dejar al aborrecido grande hombre desamparado y presa de todos los sufrimientos imaginables. Tal era la disposición de los ánimos en la capital, cuando llegó la noticia de que los indios de Higüey se habían rebelado. El terrible Cotubanamá —el bravo indio que, sublevado anteriormente fue reducido a la obediencia por el valor y la sagacidad política de Juan de Esquível, tomó en señal de amistad el nombre de su vencedor, y cumplía los capítulos pactados con estricta fidelidad—, había vuelto a dar el grito de guerra contra los españoles, porque Villamán, teniente de Esquivel, contra los términos estipulados por éste al celebrar la paz, exigía de los indios que llevaran los granos del cultivo obligatorio a Santo Domingo. Los soldados españoles vivían además muy licenciosamente en aquella Provincia, y a su antojo arrebataban las mujeres a los pobres indios, sus maridos. Estos, después de mil quejas inútiles, colmada la medida del sufrimiento con las exigencias arbitrarias de Villamán, se armaron como pudieron, y, con su caudillo Cotubanamá al frente, atacaron un fuerte que había construido Esquivel cerca de la costa, lo quemaron, y mataron la guarnición, de la que no se escapó sino un soldado que refirió en Santo Domingo los pormenores del trágico suceso. Ovando creyó buena la oportunidad para ocupar poderosamente la atención pública y desviaría del vivo interés que la atraía hacia el náufrago Colón. Pero se engañaba. Al mismo tiempo que Juan de Esquive1 volvía a salir contra los sublevados indios de Higüey, los vigilantes amigos del Almirante, Las Casas y Méndez, no dejaban adormecerse los compasivos sentimientos que habían logrado suscitar en su favor. Casi dos años hacía que los frailes franciscanos, en número de doce, habían pasado al Nuevo Mundo con Ovando, instalándose en la naciente ciudad de Santo Domingo. En su convento, modestísimo al principio, recibieron la instrucción religiosa muchos caciques de la isla, sus hijos y allegados, con arreglo a las próvidas órdenes comunicadas por la Reina Isabel al Gobernador. De este mismo plantel religioso salieron para ejercer funciones análogas los buenos frailes que ya hemos mencionado, en Jaragua, encargados por Las Casas de la educación del niño Enrique, antes Guarocuya, señor del Bahoruco. El Licenciado y Diego Méndez fueron solícitos a hablar con el Prior de los franciscanos, el Padre Fray Antonio de Espinal. Era éste un varón de ejemplar virtud y piedad, muy respetado por sus grandes cualidades morales, más aun que por el hábito que vestía. Recibió placenteramente a los dos amigos, siéndolo muy afectuoso de Las Casas, en cuya compañía había venido de España en la misma nave. Convino con ellos en que era inicuo el proceder de Ovando respecto a Colón, y se ofreció a hablarle, para reducirlo a mejores sentimientos.
Así lo hizo en el mismo día. Ovando recibió al buen religioso con las mayores muestras de veneración y respeto, y cuando supo el objeto de su visita, se mostró muy ofendido de que se le juzgara capaz de abrigar malas intenciones respecto del Almirante. —Mientras aquí se me acrimina —dijo-, y se supone que miro con indiferencia la suerte de un hombre a quien tanto respeto como es Don Cristóbal, ya he cumplido con el deber de mandarle un barco, el único de que pude disponer en Jaragua, después de que su emisario Méndez se vino para aquí, a encender los ánimos con injustas lamentaciones. Ovando, con esta declaración equívoca, lograba salir del paso difícil en que se hallaba. Cierto era que, después de la partida de Diego Méndez de Jaragua, había enviado a Diego de Escobar con un pequeño bajel, que por todo socorro conducía para Colón un barril de vino y un pernil de puerco, fineza irónica del Gobernador de La Española para el Descubridor del Nuevo Mundo; pero por lo demás, Escobar no llevaba a los tristes náufragos otro consuelo que la expresión del supuesto pesar con que Ovando había sabido sus infortunios, y la imposibilidad de mandarles un barco adecuado para conducirlos a Santo Domingo, por no haber ninguno entonces en la colonia; aunque ofreciendo enviarles el primero que llegara de España. Cumplido este singular encargo a calculada distancia de los barcos náufragos, Escobar se hizo nuevamente a la vela, dejando al infortunado Almirante y a sus subordinados en mayor aflicción que antes de tener semejante prueba de la malignidad del Comendador. Éste, sin embargo, se refería equívocamente a la comisión de Escobar, cuando hizo entender a Fray Antonio que había mandado un barco a Don Cristóbal. El buen religioso se retiró muy satisfecho con esta nueva, que momentáneamente tranquilizó a Las Casas y Méndez, quienes jamás pudieron figurarse el cruel sarcasmo que la tal diligencia envolvía. Esperaron, pues, más sosegados, el regreso del barco, en el que contaban ver llegar a los náufragos; pero su asombro no tuvo límites, ni puede darse una idea de su indignación, cuando a los pocos días regresó Escobar con su bajel, y, por confidencia de uno de los marineros tripulantes, supieron la verdad de lo sucedido. Volvieron a la carga con más vigor, revolvieron todas sus relaciones en la ciudad, que eran muchas, y refirieron el caso a Fray Antonio, que participó del enojo y la sorpresa de los dos amigos. Entonces se empleó contra el malvado Gobernador un resorte poderoso, terrible, decisivo en aquel tiempo. El primer domingo siguiente al arribo de Escobar con su barco, los púlpitos de los dos templos que al principio eran los únicos en que se celebraba el culto en la capital de la colonia, resonaron con enérgicos apóstrofes a la caridad cristiana olvidada, a los deberes de humanidad y gratitud vilipendiados en las personas del ilustre Almirante y demás náufragos abandonados en las playas de Jamaica. Hasta se llegó a amenazar a los responsables de tan criminal negligencia con la pena de excomunión mayor, como a impíos fratricidas. El golpe fue tan rudo como irresistible; el sentimiento público estaba profundamente excitado, y el perverso Gobernador, vencido y avergonzado, expidió el mismo día las órdenes necesarias para que saliera una nave bien equipada y provista de toda clase de auxilios en busca de los náufragos. Al mismo tiempo hizo Ovando facilitar a Diego Méndez las cantidades que había recaudadas de las rentas del Almirante creyendo que el fiel emisario las llevaría consigo a España antes del arribo de aquél a la colonia; pues sabía que el mayor deseo de Méndez era cumplir en todas sus partes las instrucciones de Don Cristóbal, pasando a la corte a ventilar sus asuntos con los soberanos; y no le pesaba al maligno Gobernador que Colón, hallándose sin aquellos recursos a su llegada a Santo Domingo, acelerase el término de su residencia en la colonia, que era lo que más convenía a la ambición de Ovando, siempre alarmado con los legítimos derechos del Almirante al gobierno de que él estaba en posesión, por efecto del injusto despojo ejercido contra aquel grande hombre por los celos políticos de Fernando el Católico. Diego Méndez usó mejor de aquel dinero: con la menor parte de él compró una carabela de buena marcha, que cargada de provisiones y cuanto podía necesitar Colón, fue despachada en horas con rumbo a Jamaica, desluciendo así el tardío socorro enviado por Ovando; y el resto lo entregó a Fray Antonio para que lo pusiera en manos del Almirante a su arribo a las playas de Santo Domingo. Sólo entonces emprendió el valeroso y leal amigo de Colón su viaje a España.