EL NOMBRE DE JARAGUA brilla en las primeras páginas de la historia de América con el mismo prestigio que en las edades antiguas y en las narraciones mitológicas tuvieron la inocente Arcadia, la dorada Hesperia, el bellísimo valle de Tempé, y algunas otras comarcas privilegiadas del globo, dotadas por la naturaleza con todos los encantos que pueden seducir la imaginación y poblarla de quimeras deslumbradoras. Como ellas, el reino indio de Jaragua aparece, ante los modernos argonautas que iban a conquistarlo, bajo el aspecto de una región maravillosa, rica y feliz. Regido por una soberana hermosa y amable, habitada por una raza benigna, de entendimiento despejado, de gentiles formas físicas; su civilización rudimentaria, por la inocencia de las costumbres, por el buen gusto de sus sencillos atavíos, por la graciosa disposición de sus fiestas y ceremonias, y, más que todo, por la expansión generosa de su hospitalidad, bien podría compararse ventajosamente con esa otra civilización que los conquistadores, cubiertos de hierro, llevaban en las puntas de sus lanzas, en los cascos de sus caballos, y en los colmillos de sus perros de presa.
Y en efecto, la conquista, poniendo un horrible borrón por punto final a la poética existencia del reino de Jaragua, ha rodeado este nombre de otra especie de aureola siniestra, color de sangre y fuego, algo parecido a los reflejos del carbunclo. Cuando se pregunta cómo concluyeron aquella dicha, aquella paz, aquel paraíso de mansedumbre y de candor; qué fue de aquel régimen patriarcal, de aquella reina adorada de sus súbditos, de aquella mujer extraordinaria, tesoro de hermosura y de gracias, la historia responde con un eco lúgubre, con una relación espantosa, a todas esas preguntas. Perecieron en aciago día, miserablemente abrasados entre las llamas, o al filo de implacables aceros, más de ochenta caciques, los nobles jefes que en las grandes solemnidades asistían al pie del rústico solio de Anacaona; y más tarde ella misma, la encantadora y benéfica reina, después de un proceso inverosímil, absurdo, muere trágicamente en horca infame. A tales extremos puede conducir el fanatismo servido por eso que impropiamente se llama razón de Estado.
Los sucesos cuya narración va a llenar las hojas de este pobre libro tienen su origen y raíz en la espantosa tragedia de Jaragua. Fuerza nos es fijar la consideración en la poco simpática figura del adusto comendador frey Nicolás de Ovando, autor de la referida catástrofe. En su calidad de gobernador de la isla Española, investido con la absoluta confianza de los Reyes Católicos, y depositario de extensísimas facultades sobre los países que acababa de descubrir el genio fecundo de Colón, los actos de su iniciativa, si bien atemperados siempre a la despiadada rigidez de sus principios de gobierno, están íntimamente enlazados con el génesis de la civilización del Nuevo Mundo, en la que entró por mucho el punto de partida trazado por Ovando como administrador del primer establecimiento colonial europeo en América, y bajo cuyo dilatado gobierno adquirió Santo Domingo, aunque transitoriamente, el rango de metrópoli de las ulteriores fundaciones y conquistas de los españoles.
Contemplemos a este hombre de hierro después de su feroz hazaña, perpetrada en los indefensos y descuidados caciques de Jaragua. Veinte días han transcurrido desde aquella horrible ejecución. El sanguinario comendador, como si la enormidad del crimen hubiera fatigado su energía, y necesitara reponerse en la inercia, permanecía entregado a una aparente irresolución, impropia de su carácter activo. Tal vez los remordimientos punzaban sordamente su conciencia; pero él explicaba de muy distinta manera su extraña inacción a los familiares de su séquito. Decía que el sombrío silencio en que se encerraba durante largos intervalos, y los insomnios que le hacían abandonar el lecho en las altas horas de la noche, conduciendo su planta febril a la vecina ribera del mar, no eran sino el efecto de la perplejidad en que estaba su ánimo al elegir en aquella costa, por todas partes bella y peregrina, sitio a propósito para fundar una ciudad, en cuyas piedras quedara recomendado a la posteridad su propio nombre, y el recuerdo de sus grandes servicios en la naciente colonia. Además, se manifestaba muy preocupado con el destino que definitivamente debiera darse a la joven y hechicera hija de Anacaona, la célebre Higuemota, ya entonces conocida bajo el nombre cristiano de Doña Ana, y viuda con una hija de tierna edad del apuesto y desgraciado Hernando de Guevara. El Comendador, que desde su llegada a Jaragua trató con grandes miramientos a la interesante india, redobló sus atenciones hacia ella después que hubo despachado para la ciudad de Santo Domingo a la infortunada reina, su madre, con los breves capítulos de acusación que debían irremisiblemente llevarla a un atroz patíbulo.
Fuera por compasión efectiva que le inspiraran las tempranas desdichas de Higuemota; fuera por respeto a la presencia de algunos parientes de Guevara que le acompañaban, los cuales hacían alarde de gran consideración hacia la joven viuda y de su consanguinidad con la niña Mencía, que así era el nombre de la linda criatura, cifrando en este parentesco aspiraciones ambiciosas autorizadas en cierto modo por algunas soberanas disposiciones; lo cierto es que Ovando, al extremar su injusto rigor contra Anacaona, rodeaba a su hija de las más delicadas atenciones. De otro cualquiera se habría podido sospechar que el amor entrara por mucho en ese contraste; pero el Comendador de Lares jamás desmintió, con el más mínimo desliz, la austeridad de sus costumbres, y la pureza con que observaba sus votos; y acaso no sería infundado atribuir la aridez de su carácter y la extremada crueldad de algunas de sus acciones a cierta deformidad moral, que la naturaleza tiene en reserva para vengarse cuando siente violentados y comprimidos, por ideas convencionales, los afectos más generosos y espontáneos del alma.
Higuemota, o sea Doña Ana de Guevara, como la llamaremos indistintamente en lo sucesivo, disfrutaba no solamente de libertad en medio de los conquistadores, sino de un respeto y una deferencia a su rango de princesa india y de señora cristiana que rayaban en el énfasis. Su morada estaba a corta distancia del lugar que había sido corte de sus mayores y era a la sazón campamento de los españoles, mientras Ovando se resolviera a señalar sitio para la nueva población. Tenía la joven dama en su compañía o a su servicio los indios de ambos s**os que bien le parecía, ejerciendo sobre ellos una especie de señorío exclusivo: cierto es que su inexperiencia, lejos de sacar partido de esta prerrogativa, sólo se inclinaba a servir de amparo a los infelices a quienes veía más afligidos y necesitados; hasta que uno de los parientes de su hija se constituyó en mayordomo y administrador de su patrimonio, con el beneplácito del Gobernador; y gracias a esta intervención eficaz y activa, desde entonces hubo terrenos acotados y cultivados en nombre de Doña Ana de Guevara, y efectivamente explotados, como sus indios, por los parientes de su difunto marido; ejemplo no muy raro en el mundo, y en todos los tiempos.
La pobre criatura, abrumada por intensísimos pesares, hallaba muy escaso consuelo en los respetuosos homenajes de la cortesía española. Los admitía de buen grado, sí, porque la voz secreta del deber materno le decía que estaba obligada a vivir, y a consagrarse al bienestar de su Mencía, el fruto querido y el recuerdo vivo de su contrariado amor. Mencía, de tres años de edad, era un fiel reflejo de las bellas facciones de su padre, aquel gallardo mancebo español, muerto en la flor de sus años a consecuencia de las pérfidas intrigas de Roldán, su envidioso y aborrecible rival. Tan tristes memorias se recargaban de un modo sombrío con las angustias y recientes impresiones trágicas que atormentaban a la tímida Higuemota, habiendo visto inmolar a casi todos sus parientes por los guerreros castellanos, y separar violentamente de su lado a su adorada madre, al ser que daba calor y abrigo a su enfermo corazón. La incertidumbre de la suerte que aguardara a la noble cautiva en Santo Domingo, aunque no sospechando nunca que atentaran a sus días, era el más agudo tormento que martirizaba a la joven viuda, que sobre este particular sólo obtenía respuestas evasivas a sus multiplicadas y ansiosas preguntas.
El pariente más cercano que tenía consigo Doña Ana era un niño de siete años, que aun respondía al nombre indio de Guarocuya. No estaba todavía bautizado, porque su padre, el esquivo Magicatex, cacique o señor del Bahoruco, y sobrino de Anacaona, evitaba cuanto podía el bajar de sus montañas desde que los extranjeros se habían enseñoreado de la isla; y solamente las reiteradas instancias de su tía, deseosa de que todos sus deudores hicieran acto solemne de sumisión a Ovando, lo habían determinado a concurrir con su tierno hijo a Jaragua, donde halló la muerte como los demás infelices magnates dóciles a la voluntad de Anacaona. El niño Guarocuya fue retirado por una mano protectora, la mano de un joven castellano, junto con su aterrada pariente Higuemota, de aquel teatro de sangriento horror; y después quedó al abrigo de la joven india, participando de las atenciones de que ella era objeto. La acompañaba de continuo, y con especialidad al caer la tarde, cuando los últimos rayos de luz crepuscular todo lo impregnaban de vaga melancolía. Doña Ana, guiando los pasos de su pequeñuela, y seguida de Guarocuya, solía ir a esa hora al bosque vecino, en cuyo lindero, como a trescientos pasos de su habitación, sentada al pie de un caobo de alto y tupido follaje, se distraía de sus penas mirando juguetear sobre la alfombra de menuda grama a los dos niños. Aquel recinto estaba vedado a toda planta extraña, de español o de indio, por las órdenes del severo Gobernador.
Éste había hecho solamente dos visitas a la joven; la primera, el día siguiente al de la matanza, con el fin de consolarla en su aflicción, ofreciéndole amparo y proveyendo lo necesario para que estuviera bien instalada y asistida; la segunda y última, cuando despachó a la reina de Jaragua prisionera para Santo Domingo. Doña Ana le estrechó tanto en esa entrevista, con sus lágrimas y anhelosas preguntas sobre la suerte reservada a su querida madre, que el Comendador se sintió conmovido; no supo al fin qué responder, y avergonzado de tener que mentir para acallar los lúgubres presentimientos de aquella hija infeliz, se retiró definitivamente de su presencia, encomendando a sus servidores de mayor confianza el velar sobre la joven india y colmarla de los más asiduos y obsequiosos cuidados.
Transcurrieron algunos días más sin alteración sensible en el estado de las cosas, ni para Ovando, que continuaba en su perplejidad aparente, ni para Doña Ana y los dos pequeños seres que hacían llevadera su existencia. Una tarde, sin embargo –como un mes después de la cruel tragedia de Jaragua–, a tiempo que los niños, según su costumbre, triscaban en el prado, a la entrada del consabido bosque, y la triste joven, con los ojos arrasados en lágrimas, contemplaba los caprichosos giros de sus juegos infantiles, –cuadro de candor e inocencia que contrastaba con el angustioso abatimiento de aquella hiedra sin arrimo–, oyó cerca de sí, ¿con viva sorpresa, a tres o cuatro pasos dentro de la espesura del bosque, una voz grave y apacible, que la llamó, diciéndole:
—Higuemota, óyeme; no temas.
La interpelada, poniéndose instantáneamente en pie, dirigió la vista asombrada al punto de donde partía la voz; y dijo con entereza:
—¿Quién me habla? ¿Qué queréis? ¿Dónde estáis?
—Soy yo –repuso la voz–, tu primo Guaroa; y vengo a salvarte.
Al mismo tiempo, abandonando el rugoso tronco de una ceiba que lo ocultaba, se presentó a la vista de Doña Ana, aunque permaneciendo cautelosamente al abrigo de los árboles, un joven indio como de veinticinco años de edad. Era alto, fornido, de aspecto manso y mirada expresiva, con la frente marcada de una cicatriz de herida reciente; y su traje consistía en una manta de algodón burdo de colores vivos, que le llegaba hasta las rodillas, ceñida a la cintura con una faja de piel; y otra manta de color obscuro, con una abertura al medio para pasar la cabeza y que cubría perfectamente toda la parte superior del cuerpo: sus brazos, como las piernas, iban completamente desnudos; calzaban sus pies, hasta arriba del tobillo, unas abarcas de piel de iguana; y sus armas eran un cuchillo de monte que mal encubierto y en vaina de cuero pendía de su cinturón, y un recio y nudoso bastón de madera de ácano, tan dura como el hierro. En el momento de hablar a Doña Ana se quitó de la cabeza su toquilla o casquete de espartillo pardo, dejando en libertad el cabello, que abundante, negro y lacio le caía sobre los hombros.