Años después, Diego Velázquez, noticioso de que al occidente de Cuba yacía una tierra poblada de mucha gente y rica de oro, haciendo agravio a Francisco Hernández, que fue el primer explorador de la costa de Yucatán; posponiendo a muchos varones de guerrera fama y experimentados en la conquista, quiso absolutamente que el capitán Juan de Grijalva fuera como general y jefe supremo de la armada que mandó a proseguir aquel descubrimiento.
Hernán Cortés, entonces secretario de Velázquez; ajeno, como todo hombre de corazón bien puesto, a los impulsos de la vil envidia, fue a felicitar al joven caudillo por su elección para tan alta empresa, y le dirigió este cumplido, abrazándolo cordialmente:
—La fortuna y la gloria os tienden los brazos, señor Don Juan. Bien lo merecéis.
—Buscan a quien no las quiere. Don Hernando –respondió Grijalva–; recordad lo que os dije una tarde, cabalgando juntos en Santo Domingo.
—Bien lo recuerdo –repuso Cortés–; y me congratulaba con la creencia de que el tiempo hubiera cambiado vuestras ideas.
Grijalva fue mandando la expedición, en la que iban a sus órdenes Pedro de Alvarado, Francisco de Montejo, y otros capitanes que después se hicieron célebres e ilustres. Exploró
las costas de Yucatán y de Campeche; en este último punto expuso generosamente su persona por salvar a unos soldados imprudentes de manos de los naturales, y salió herido; no permitió a pesar de esto que los suyos castigaran a aquellos salvajes, por juzgar que la razón estuvo de parte de ellos, y dejándolos en paz, llegó al río de Tabasco, donde ya tenían
noticia de sus humanitarios procedimientos. El generoso cacique del lugar fue a su nave y obsequió al joven general, vistiéndole por sus propias manos una armadura completa,
labrada con sorprendente primor, y compuesta de ricas piezas de oro bruñido. Con este magnífico atavío la natural hermosura de Grijalva se realzó extraordinariamente, causando admiración a todos sus compañeros, a quienes pareció en aquel momento ver la imagen del fabuloso Aquiles, o del célebre Alejandro Magno.
Pero por suerte no padecía el bizarro caudillo castellano la epilepsia belicosa del hijo de Peleo, ni la fiebre de ambición y de conquista, la insania dominadora del héroe macedón. En vano, para despertar en el ánimo enfermo de su general el apagado amor de la gloria, y estimularlo a tomar posesión de aquella tierra tan maravillosamente rica, los españoles bautizan con el nombre de Grijalva, que hoy lleva, el río de Tabasco; en vano el piloto Alaminos se niega a señalar los rumbos para que la escuadra se aleje de la encantada ribera. El virtuoso Capitán resiste inflexible a todas las tentaciones; cíñese estrictamente a las instrucciones de Velázquez, que le vedan poblar de asiento en parte alguna, y arrojando una mirada fría sobre la riquísima presa que sus subordinados contemplan con envidioso pesar, hace prevalecer su autoridad, y vuelve desdeñosamente la espalda a la risueña fortuna.
Este rasgo de inconcebible desprendimiento, de fidelidad y abnegación delicada, es correspondido por Velázquez, a quien deslumbran y embriagan las narraciones entusiastas de los
compañeros de Grijalva, con la más torpe ingratitud, y el noble y desinteresado joven escucha amargos reproches, y recoge grosero desvío, por un procedimiento que debió poner el colmo a la estimación y la gratitud del obcecado Velázquez, respecto de su antiguo y generoso rival.
Hernán Cortés, el mismo que, alzándose más tarde con los recursos de Velázquez y con la conquista de Méjico, debía vengar aquella ingratitud, y vengar al mismo tiempo a Diego
Colón de la ulterior deslealtad de su teniente, volvió a visitar al desfavorecido Grijalva, y le preguntó admirado:
—¿Conque era cierto aquel voto vuestro… ? ¿Despreciáis la gloria y la fortuna, según lo escuché de vos en Santo Domingo?
—¡No he nacido con buen sino, Don Hernando! –contestó sombríamente Grijalva, como en aquella misma tarde cuyo recuerdo evocaba Cortés, y en la cual palideció para siempre
la ventura del triste mancebo.
Poco tiempo después, resentido del mal tratamiento que recibiera de Velázquez, soportando impaciente la carga de su vida, salió de Cuba; fue a Santo Domingo a dar un postrer
abrazo a su fiel amigo Las Casas, y a ver por última vez los sitios que habían sido teatro de su efímera dicha. De aquí pasó a Nicaragua, donde al cabo concluyó trágicamente su cansada existencia, a manos de los fieros indios del valle de Ulanche.
Fue bueno y magnánimo: su desinterés y humanidad hacen singular contraste con la codicia y la dureza que caracterizaron a los hombres de su tiempo, y su nombre ha merecido la estimación de la posteridad.