La noticia del trágico desenlace de las bodas del Gobernador se esparció por toda la colonia, cubriendo de luto el corazón de cuantos habían conocido a la hermosa y virtuosísima señora. Al ser comunicada a Santiago de Cuba oficialmente, por pliegos que los secretarios Andrés Duero y Hernán Cortés dirigieron el mismo día a Grijalva y al padre Las Casas, éste
observó atentamente el efecto que tan inesperada nueva hiciera en su joven amigo y compañero.
Contra lo que suponía el buen sacerdote, Grijalva leyó la fatal comunicación hasta el fin, sin hacer ningún extremo de dolor o de sorpresa. Únicamente la palidez que cubrió su semblante denunciaba la emoción que aun en el más indiferente debía causar suceso tan lastimero e imprevisto. Terminada la lectura, Grijalva, con gran serenidad y compostura dijo en alta voz a los que le acompañaban:
—Ha pasado a mejor vida la esposa del Gobernador. ¡Hágase la voluntad de Dios, y veneremos sus designios, aunque no alcancemos a comprenderlos! Padre Las Casas, a vos toca hacer preparar todo lo que a la Santa Iglesia concierne para las honras fúnebres de la señora… En cuanto a lo que es de nuestra incumbencia como autoridades y como caballeros, oídme –dijo volviéndose a los demás circunstantes–: Que ninguna bandera flote a los vientos, sino anudada y a media asta; que de hora en hora resuene el cañón en señal de duelo hasta que terminen los funerales; que nadie ose hacer ruido ni demostración alguna que no sea de luto y de tristeza. Acópiense todas las flores de los campos vecinos para cubrir el túmulo y las paredes del templo… Vos, padre Las Casas, no vacilaréis en despojar para tan piadoso homenaje vuestros hermosos rosales de la Española, de esas lindas flores que ayer admirábamos juntos. Tal vez, cuando crecían esos arbustos, recogieron su mirada y oyeron su voz, allá en las márgenes deleitosas del Ozama, donde un día la vimos todos risueña y feliz… Id, señores; necesito estar solo para llenar otras atenciones.
Todos, excepto Las Casas, se retiraron a cumplir lo que se les ordenaba.
El sacerdote permaneció inmóvil, contemplando fijamente al joven Capitán.
—Deseo quedarme solo, padre Las Casas –repitió éste–, y os ruego que vayáis a ordenar las exequias.
—¿No necesitáis vos mi asistencia para lo que pensáis hacer solo, señor Juan de Grijalva? –respondió Las Casas con acento profundamente conmovido–. Si se trata de llorar, yo también lo necesito: ved; mis ojos están preñados de lágrimas.
Grijalva miró sorprendido al sacerdote.
—¿Sabéis… ? –comenzó a decir dudoso.
—¡Todo! –le interrumpió Las Casas–. Arde en mi pecho la indignación, cuando considero que ese cruel padre ha conducido la pobre niña al sepulcro, a sabiendas, y sólo por empeños de mal entendida honra.
—¿Lo creéis así? –replicó Grijalva con aire de incredulidad.
—Lo sé –repuso Las Casas con firme acento.
—¿Sabéis que yo la amaba?
—Sí; y que erais correspondido.
—Que ella me pospuso a otro –insistió el joven articulando con amargura las palabras–; y, antes de informarme de la pretensión del capitán Velázquez, le escribió comprometiéndose a ser su esposa, y dándole cita…
—Ella ha muerto, y ha llegado la hora de descorrer los velos – dijo con solemnidad el sacerdote–. Señor Juan de Grijalva, vos erais el único objeto del casto amor de María de Cuéllar. Cumplo una antigua recomendación suya poniendo en vuestras manos esta carta, que os enseñará a sufrir cristianamente, y a bendecir la memoria de la que ya no existe.
Y diciendo estas palabras, el padre Las Casas entregaba al sorprendido mancebo el depósito que le confiara en Santo Domingo María de Cuéllar.
Grijalva leyó ávidamente y con trémula voz, que la emoción interrumpió muchas veces, la carta de su amada, concebida en estos términos:
“Muy presto y de súbito se ha desmoronado el quimérico edificio de mi ventura. Vos me culpáis y huís de mí sin oírme… ¡Dios os perdone como yo os perdono vuestra dura injusticia! Vuestro es mi amor, y sólo vuestro. Quise deshacer el compromiso de mi padre, sin faltar a la obediencia de buena hija, y lo único que he con seguido es que mi fe padezca en vuestra opinión, habiéndome visto obligada a prestar el refuerzo de engañosa apariencia a mi propio sacrificio, por salvar a una amiga generosa del mal paso en que su mucho amor a mí la había puesto. No de otro modo hubiera yo consentido en escribir bajo dictado ajeno, comprometiéndome a lo que jamás quisiera, llevada de la promesa que se me hizo de que el empeño no tendría efecto, demorándolo cuanto fuera posible. Esto es lo cierto; y os lo juro por nuestro divino Redentor, el que todo lo ve, y a quien no se puede engañar”.
“Estoy resignada a morir, Grijalva, y mi alma os amará aun más allá de esta vida. Moriré sin duda, muy pronto; ¡ojalá el cielo, propicio a mis votos, me dispense esa gracia, antes que el aborrecido vínculo llegue a ligar mi fe a otro hombre! Pero nada quiero hacer, decir, ni pensar, que no sea conforme a lo que demanda mi deber, como verdadera cristiana que espera alcanzar en un mundo mejor el bien que en éste se le niega. Haced, Don Juan, otro tanto, si es cierto que me amasteis; si es que aún no habéis dejado de amarme. Entonces nada podrá impedir que nuestras almas obtengan en el cielo por la bondad infinita del Creador, la dicha de contemplarse y de vivir la una en la otra eternamente. Con esta aspiración os envía paz y os dedica todos sus pensamientos la infeliz, María de Cuéllar”.
Acabando la triste lectura, Grijalva estrechó convulsivamente el papel contra su pecho, y por buen espacio guardó silencio, con la mirada fija y en una especie de arrobamiento doloroso. Por último, como respondiendo a la voz secreta de su propia conciencia, exclamó en un vehemente arrebato de ternura:
—¡Sí, María; alma sublime, ángel de luz! Yo no era digno de ti; yo no alcancé nunca a comprender tu generoso corazón… .! Yo te acusé groseramente, como a un ser voltario y desleal…
¡Ciego y miserable Grijalva! ¿Dónde están tus fuerzas para soportar la carga de la existencia? ¿Qué harás en el mundo; qué expiación será suficiente para merecer el alto bien con que al morir soñaba aquella alma candorosa? ¿Podrá resucitar mi muerta fe?… ¡Imposible!
—Grijalva –dijo Las Casas con serenidad–, no cedáis cobardemente al desaliento. Nada tenéis que expiar: oíd la voz de esa noble y santa criatura que os indica desde el cielo el camino que debéis seguir. Cumplid como bueno vuestro destino en este mundo; haced bien, y vivid esta vida mortal sin ambición, sin odio, rectamente; como quien sabe que ella es sólo un tránsito para llegar a la eterna felicidad reservada a los justos.