No más de cinco días necesitó Diego Velázquez para hacer todos los aprestos de su boda. De antemano se había provisto de sedas, joyas y paramentos preciosos de toda clase; y el ingenio de sus amigos suplió, con exquisito buen gusto, la falta de elementos para que las fiestas fueran celebradas con el decoro y lucimiento que la ocasión requería. Baracoa, población incipiente, cuyas pocas y modestas casas parecían como intimidadas con la vecindad de los gigantescos palmares, no podía aspirar todavía a la pompa de las decoraciones urbanas, y por lo mismo se prefirió que el teatro de las fiestas semejara un campamento que por el lujo pudiera competir con el de los príncipes cruzados frente a Jerusalén; o, según los recuerdos coetáneos, con el de los Reyes Católicos en los primeros tiempos del célebre sitio de Granada. Aquellas pocas casas de Baracoa, como su única iglesia, desaparecieron bajo las brillantes colgaduras de damasco y terciopelo, y en torno suyo, más de un centenar de ricas tiendas de campaña desplegaban al sol sus variados colores y daban al viento infinidad de lujosos estandartes, gallardetes y banderolas. María de Cuéllar, fatigada de la navegación, sintió grande alivio al desembarcar en Baracoa, y de aquí dedujeron su padre y el novio que los aires de Cuba le eran muy favorables, y que la virtud del matrimonio haría lo demás, restituyéndole totalmente la salud. La sonrisa con que la joven acogía estos lisonjeros pronósticos, tanto podía significar un rayo amortiguado de esperanza, como la incredulidad más desdeñosa. Nadie hubiera podido definirla. Llegó el día tan deseado de Velázquez. Era un domingo. La naturaleza resplandecía con todas sus galas; el cielo estaba puro, el sol brillante, los campos cubiertos de flores; todo convidaba a la alegría, y todo respiraba animación y contento. Hasta la novia, dirigiéndose al templo asida del brazo de su padre, se mostraba tan serena y complacida, ¡reacción extraña!, que cuantos la veían juzgaban que era completamente dichosa. De sus mejillas había desaparecido la mate palidez que, como ahuyentada por los arreboles de la aurora, parecía haberse refugiado en la ebúrnea y contorneada frente; sus ojos despedían vivo fulgor, y toda ella estaba radiante de hermosura. Su padre creyó buenamente en un milagro; Velázquez llegó a suponer que era amado, y bendijo su feliz estrella. Las fórmulas matrimoniales se llenaron todas sin incidente notable. El sí fue pronunciado por la doncella con voz clara y segura, y los dos novios, ya unidos en indisoluble lazo, asistieron sentados en magníficos sitiales y bajo un dosel de púrpura, a la solemne misa que siguió inmediatamente a la ceremonia matrimonial. Terminada la función religiosa se dirigieron con gran acompañamiento a la casa de gobierno, donde a las doce principió el suntuoso festín, que duró hasta las tres de la tarde.
Para las cinco estaba dispuesta una justa de caballeros, en la cual, deseoso de lucir su valor y gallardía honrando dignamente a su esposa, Velázquez se había comprometido a romper ocho lanzas con otros tantos jinetes. A la hora prefijada, lleno de espectadores el extenso circuito que, rodeado de las principales y más vistosas tiendas de campaña, servía de palestra; llevando el mantenedor y los demás contendientes, todos en soberbios corceles, por armas defensivas únicamente la bruñida coraza, para ostentar en toda su riqueza las cortesanas ropillas de brocado y las airosas sobrevestas; en el mismo punto en que Velázquez y el primer caballero que debía justar con él habían tomado sus respectivos puestos, y sólo aguardaban la señal de las trompetas para lanzarse al encuentro; en aquel momento en que la suspensión de los ánimos era general, y el silencio absoluto y solemne, se oyó resonar un grito agudo y angustioso, que partió de la tribuna principal, desde donde asistían a la fiesta la familia y los deudos del Gobernador. Siguióse una revuelta confusión en la tribuna, y cuando Velázquez, no repuesto aún de la primera sorpresa, inquiría con inquieta mirada el motivo de aquella alteración, vio a Don Cristóbal de Cuéllar que adelantándose a la balaustrada, con voz y gesto despavorido, le dirigió estas fatídicas palabras: —¡Vuestra esposa se muere! Velázquez voló allá, y así terminó la fiesta. Encontró a su novia en los brazos de la joven Catalina Juárez, la que después llegó a casarse con Hernán Cortés, y que había ido a Cuba como camarera de María de Cuéllar. Privada ésta de sentido, la trasportaron a su lecho, y allí se le prodigaron todos los socorros de la medicina. Permaneció dos horas sin conocimiento, y le volvieron los sentidos por breves instantes, solamente para delirar en frases incoherentes, oyéndosela mencionar a su padre, la Virreina, y el nombre de Las Casas. Recayó muy pronto en la inercia, y volvió a delirar al cabo de otras tres horas; alternando así el delirio y el letargo nervioso, bien que éste fue haciéndosele cada vez más largo e intenso. En tal estado duró la infeliz joven cinco días, y al s**to, volviendo un momento en su acuerdo, fijó en su padre una mirada profunda, diciéndole con voz triste al par que tierna: —Padre mío, os obedecí, y no me pesa. Bendecidme, y tened a bien recordar mi encargo al padre Las Casas. ¡Adiós! Un destello de júbilo brilló en el rostro de Velázquez al oír hablar a su esposa. Acudió solícito al lecho desde el sillón en que espiaba ansioso las peripecias de aquella misteriosa crisis, y no llegó sino a tiempo de ver la pálida frente de María inclinarse como un lirio trinchado, y sus bellos ojos cerrarse para siempre a la luz de la vida.