Por esta época fue cuando el Almirante Gobernador de la Española obtuvo la tan esperada autorización real para mandar conquistar y poblar la isla de Cuba. Sin pérdida de tiempo lo participó a su teniente Diego Velázquez, llamándolo a Santo Domingo, con el fin de dar la última mano a los planes e instrucciones para tan importante empresa. Voló Velázquez a la capital de la colonia, en alas de su amor y de sus ambiciosas esperanzas. Había transcurrido con exceso el plazo pedido por su prometida para la realización del matrimonio; pero tanto Diego Colón, como el mismo padre de la novia, habían contestado acordes a las reclamaciones del impaciente Capitán, que el estado de salud de María era sumamente delicado, y hacía forzoso un nuevo aplazamiento. Mal de su grado se conformó Velázquez con la indefinida demora que se le imponía, y hasta comenzaba a pensar mal de las intenciones del Almirante y la formalidad del futuro suegro, cuando recibió la orden de pasar a la capital de la colonia. —Por fin –se dijo– veré por mí mismo lo que pasa, y procederé según las circunstancias y el resultado de mis observaciones. La sola vista de su prometida desvaneció todos sus recelos, y lo convenció de que le habían dicho y escrito la verdad. Sin exageración de ninguna especie, María de Cuéllar estaba muy enferma, causaba pena y espanto comparar aquella faz abatida y pálida, aquellos ojos circuidos de sombras violáceas, con el recuerdo de la espléndida y lozana belleza que había fascinado a Velázquez cuando por primera vez la contempló un día en el alcázar de los Virreyes. Su aspecto y la expresión de su semblante denotaban una tristeza resignada, una especie de indiferencia muy parecida a la insensibilidad. Dejóse tomar y besar la mano por su futuro esposo, sin dar muestras ni de alegría cortés, ni de disgusto, ante aquel acto que debía despertar en ella el sentimiento de su situación, y la conciencia de que se acercaba el día en que se había de consumar un sacrificio. Velázquez le dijo, mirándola conmovido: —¿Podré contar con que ya han desaparecido todos los obstáculos que se vienen oponiendo a mi dicha, y que al fin os dejaréis conducir al altar? La joven, por toda contestación, fijó en el que así la interpelaba una mirada atónita, indefinible; y su padre, viéndola guardar silencio, habló por ella en estos términos: —Vos me pedisteis un año de espera, señor Don Diego, para efectuar el matrimonio: ni por culpa vuestra, ni por la mía, ha dejado de tener este acuerdo su estricto cumplimiento. Hoy, ya lo veis, sería grave imprudencia no aguardar algún tiempo más a que mi hija se restablezca de la extraña dolencia que la tiene tan abatida y débil. —¡Cómo, señor de Cuéllar! –exclamó Velázquez con calor–. ¡Y habré de partir yo solo para la conquista de Cuba, cuando mi más lisonjera esperanza era llevar conmigo a la elegida de mi corazón... —No podréis desconocer, amigo Don Diego, que los cuidados que vuestra compañera en su estado actual de salud os impondría, os habrían de ser carga muy enojosa, en un país inexplorado, donde se carece de todo lo necesario, y vos mismo aún no sabéis cómo quedaréis instalado. Más cuerdo es que vayáis sin ese embarazo, y una vez que hayáis vencido las primeras dificultades, y hecho los preparativos convenientes para alojar y asistir a vuestra esposa, me aviséis para llevárosla yo mismo, y que las nupcias se celebren en el asiento de vuestro gobierno; donde vos seáis cabeza de todos, y todos sean subordinados vuestros.
Pareció satisfecho Velázquez con este razonamiento, y volvió a continuar sus largas e interesantes conferencias con el Almirante en la residencia de éste, donde se hallaba hospedado. El tiempo urgía: era preciso renovar las provisiones y algunos objetos indispensables para la colonización proyectada, pues la dilación a que se había sometido la empresa antes de expedir el Monarca su real venia, había sido causa de que muchos preparativos hechos de antemano se malograrán o distrajeran del fin a que estaban destinados. El activo Capitán, dándose en cuerpo y alma a su ardua empresa, apenas tuvo espacio para conversar con su prometida, ni para observar que ésta no contestaba a sus apasionados conceptos sino con monosílabos y frases incoherentes. Celebró una nueva convención con el señor de Cuéllar, ajustada en un todo a la proposición que éste le hiciera de que se marchara célibe a la empresa de Cuba, y que una vez alcanzado el lauro de conquistador, allá iría la novia a llevarle su mano, y su corona de azahares, como galardón de los trabajos y proezas a que diera lugar la conquista. Medió un considerable préstamo de dinero del Contador Real a su futuro yerno, y no faltaron los acostumbrados chistes y equívocos con que en tales ocasiones sazona los proyectos matrimoniales la gente de ánimo vulgar, que trata esta clase de asuntos como un negocio, y para nada toma en cuenta el sentimiento. Las Casas se dispuso a partir con dirección al Oeste en seguimiento de Velázquez; su calidad de sacerdote le dio facilidad para tener una entrevista de despedida con la triste María de Cuéllar. Procuró infundirle valor, y hasta le aconsejó que recordara a la Virreina su antiguo empeño de estorbar el matrimonio concertado. —Ya ¿para qué? –respondió María con una sonrisa que nada tenía de humano–. La Virreina parece que no se acuerda de eso, y el compromiso, cúmplase o no, pronto lo romperá la muerte. Yo estoy resignada, como vos quisisteis. Acordaos de vuestra promesa, y que el Señor os premie vuestra bondad. El sacerdote se alejó llevándose vivamente la mano al corazón; movimiento que tanto pudo ser efecto de un vehemente impulso compasivo, como del recuerdo de que hacia aquel sitio reposaba oculto, cuidadosamente guardado, el misterioso papel que la interesante moribunda le confiara un día para el infeliz ausente, objeto de su amor.