Esta acusación, y en particular las cartas de Pasamonte que gozaba gran crédito y favor con los validos del Monarca, de quien el claro juicio ya estaba debilitado por la edad, causaron grande impresión en la corte; pero los dominicos hallaron medio de desvanecer las exageraciones e imposturas de sus antagonistas, y éstos apelaron entonces a otro expediente más eficaz en su concepto. Prevaliéndose de la sencillez y poca doctrina del venerable fray Antonio Espinal, prior de San Francisco, lo persuadieron a que fuera a Castilla con objeto de representar al Rey y a su consejo los graves daños que para el servicio real y buen orden de la colonia resultaban de la actitud agresiva y desconsiderada de los rebeldes frailes dominicos. No descuidaron éstos parar el golpe, enviando a Castilla al mismo padre Montesino, quien además de ser predicador eximio era hombre de letras, eficaz y de grande ánimo, experimentado por ende en tratar materias arduas y guiar negocios difíciles. Ninguno más interesado que él en defender su propia predicación y el concepto de su comunidad. Fue preciso que los buenos religiosos salieran puerta por puerta a recolectar limosnas de los vecinos para los principales avíos del viaje, que muy escasos y al través de algunos vejámenes pudieron allegarlos; pues aunque en lo general eran amados y reverenciados del pueblo, por la santidad de su vida y sus ejemplares costumbres, el disfavor oficial que pesaba sobre ellos retraía a muchos de favorecerlos como tal vez desearan. El egoísmo siempre fue servil y apocado. A fray Antonio de Espinal, muy al revés, sobraba todo, y ni un príncipe pudiera viajar con más regalo del que le proporcionaron sus comitentes. Fue asunto de comentarios no muy favorables la conducta de aquel religioso, de quien todos tenían alta opinión, viéndole aceptar encargo tan incompatible con su humilde modestia. Atribuyéronle algunos al interés de conservar los repartimientos de indios que disfrutaban los conventos franciscanos de Concepción de La Vega y de Santo Domingo; en lo que tal vez creyó de buena fe cumplir un deber de su cargo, viendo por el auge de la orden a que pertenecía. Partieron uno y otro emisario para España, cada cual en distinta nave; el uno sobrado de favor, y el otro privado de todo, contando únicamente con la ayuda de Dios y la fe en su buena causa. Llegaron sin novedad a su destino, y el Rey dispensó a fray Antonio de Espinal la acogida más afable y afectuosa; mientras que al afligido y desamparado padre fray Antonio de Montesino se le negaba la puerta de la real cámara, a pesar de todos sus esfuerzos por llegar a la presencia del Monarca. Al cabo, un día su audacia arrolló todos los obstáculos, y cansado de instar al portero para que le franquease el paso, al tiempo que este fámulo se descuidó abriendo a otro la puerta del regio estrado, el padre Montesino, seguido de su lego, se coló de rondón, dejando al endurecido portero estupefacto, de tan grande atrevimiento. El Rey acogió benignamente al religioso, que se arrojó a sus pies para hablarle; y las terribles revelaciones que por primera vez resonaron en la regia cámara hicieron en el ánimo del anciano Monarca impresión profunda. Desde entonces tuvo el celoso dominico entradas francas en palacio, y en el Consejo de Indias; pero como sus trabajos se estrellasen en la autoridad y las alegaciones del padre Espinal, resolvió dar un paso decisivo.
Ocurría esto en Burgos, donde se hallaba la Corte a la sazón, y el padre Espinal estaba alojado en el convento de su orden, en dicha ciudad. Situóse un día fray Antonio Montesino en la portería del monasterio, en espera de su antagonista, y cuando éste salió muy descuidado para ir al Consejo Real (adonde concurrían otros célebres doctores y teólogos, para discutir y acordar lo concerniente al régimen político y espiritual de los indios, por disposición del Rey), llegóse a él nuestro buen fraile, y le manifestó resueltamente que quería hablarle. Detúvose el padre Espinal accediendo a la demanda, y entonces su interlocutor le dijo con todo el fuego y la vehemencia que acostumbraba en sus discursos: “Vos, padre, ¿habéis de llevar de esta vida más de este hábito andrajoso, lleno de piojos que a cuestas traéis? ¿Vos, buscáis otros bienes más de servir a Dios? ¿Por qué os ofuscáis con esos tiranos? ¿Vos no veis que os han tomado por cabeza de lobo para en sus tiranías sustentarse? ¿Por qué sois contra aquellos tristes indios desamparados”? Y por el estilo prosiguió una serie de apóstrofes que acabaron por conmover el corazón del sencillo Prior franciscano, haciéndole estremecer de espanto, y sacudiendo el letargo de su conciencia. Entregóse, pues, a discreción a su irresistible despertador, diciéndole: “Padre, sea por amor de Dios la caridad que me habéis hecho en alumbrarme: yo he andado engañado con estos seglares; ved vos lo que os parece que yo haga, y así lo cumpliré”. Desde aquel punto y hora, animados uno y otro religioso del mismo espíritu de caridad evangélica, trabajaron de consuno; la obra artificiosa de Pasamonte, Fonseca, Conchillos y todos sus secuaces, estuvo a punto de caer derribada por la fuerza de la verdad; los parientes y amigos del Almirante Don Diego Colón cobraron nuevo crédito y nuevos bríos, y las célebres ordenanzas de Burgos, en favor de la raza india, fueron una página de oro en la historia de aquellos tiempos de iniquidad y oscurantismo.