— ¿Por quién tañen tan tristemente esas campanas?
—preguntó en la tarde del mismo día el ex Gobernador Don Nicolás de Ovando a su sobrino Diego López.
Por la dama india viuda de Guevara, señor tío, que murió anoche —respondió López.
— ¡Válgame - ¡Válgame Dios, sobrino!... Y esas galeras ¿cuándo estarán repuestas y listas a emprender viaje? Témo que si tardo aquí algunos días más, también por mí lancen esas campanas a los aires su fúnebre tañido.
Este melancólico augurio no se realizó; pero Ovando, minado por una secreta y cruel pasión de ánimo, se despidió de la isla un mes después de la muerte de Higuemota, haciendo donación de sus casas y heredades a los conventos de la colonia y al hospital de San Nicolás, que había fundado el mismo Comendador en Santo Domingo. El resto de sus días lo pasó en continuas molestias que le suscitaban las reclamaciones contra actos de su gobierno. Fueron éstas en tan crecido número, que el Rey tuvo al fin que intervenir declarando que era transcurrido el término fatal de la residencia.
No gustó mucho el célebre ex Gobernador de La Española el reposo que la bondad de su Soberano quiso proporcionarle y murió a los dos años de haber regresado a España. Figúrasenos que para el inexorable tirano de La Española como para todos los déspotas que, abusando de una autoridad ilimitada, han legado cien crímenes a la memoria de la posteridad, los últimos instantes de la existencia transcurrieron entre las angustias de un combate moral, librado en los profundos antros de su espíritu. ¿Por qué no pude más? —grita la soberanía humillada e impotente; ¿por qué pude tanto? —dama sobrecogida la conciencia.