A la hora del mediodía, los oficiales reales, los jueces de apelación y muchos de los principales vecinos estaban reunidos en la casa de Diego Colón; tratóse el asunto de la plática del padre Montesino, con la acritud y el calor que su puede suponer en una asamblea de agraviados. Los temperamentos correctivos que cada cual sugería para corregir y castigar la audacia del fraile eran todos violentos, y hasta feroces algunos. El Almirante, siempre dueño de sí, fue templando hábilmente aquella tempestad de cóleras, y modificando por grados los sentimientos y las opiniones de aquellos energúmenos. Después de apurar todos los medios de conciliación se llegó a convenir en que los más ofendidos, y en especial los oficiales del Rey, irían aquella misma tarde al convento de los dominicos a reprender a los religiosos y a exigir de la comunidad que obligara al fogoso predicador a retractarse públicamente.
Pusiéronlo por obra; se dirigieron al monasterio, se hicieron anunciar, y salió a recibirlos al locutorio, con tranquilo continente, el superior fray Pedro de Córdoba.
—Padre vicario –le dijo bruscamente Pasamonte–, tened a bien hacer llamar a aquel fraile que ha predicado hoy tan grandes desvaríos.
—No hay necesidad –contestó tranquilamente fray Pedro: –si vuestras mercedes mandan algo, yo soy el prelado de este convento, y responderé a todo.
—Hacedle venir –insistó con ímpetu el Tesorero–; venga aquí ese hombre escandaloso, sembrador de doctrina nueva, nunca oída; que a todos condena, y que habla contra el Rey atentando a su señorío sobre estas Indias, y atacando los repartimientos de indios… y guardaos vos mismo, padre vicario, si no le castigáis como se merece…
—¿Osáis amenazarme? –exclamó fray Pedro.
—A vos y a todos vuestros frailes atrevidos y sediciosos –replicó Pasamonte.
—¡Sí; sediciosos y desvergonzados! –clamaron con destemplada voz varios de los circunstantes.
Fray Pedro fijó en aquellos hombres una mirada indefinible; había en su expresión una mezcla de altivez, mansedumbre y lástima. Su fisonomía hermosa y ascética a la vezimponía el respeto.
—Acertáis sin duda –dijo a los furiosos con dignidad– en darnos todos esos odiosos nombres, a los que queremos curaros de vuestra ceguera, y despertar vuestras almas de su profundo letargo. Sí, atreveos a llamarnos sediciosos, a todos los que aquí estamos sublevados contra vuestras iniquidades; porque habéis de saber que el padre Antonio ha dicho en el púlpito lo que toda la comunidad acordó que dijera, y por esa razón vuestra ira no debe ser para él sólo, sino para todos nosotros.
—Pues no hay más remedio –dijo Pasamonte– que obligar a ese fray Antonio a que se desdiga el domingo próximo venidero de lo que hoy ha predicado.
—Eso no podrá ser –contestó fray Pedro.
—Pues si así no lo hacéis, aparejad vuestras pajuelas para iros a embarcar, pues seréis enviados a España.
—Por cierto, señores –replicó sonriendo impasible el padre superior– en eso podemos tener harto de poco trabajo.
Esta respuesta sencilla, por el tono casi desdeñoso en que fue dada, acabó de exasperar a aquellos hombres coléricos, que parecían dispuestos a dejarse ir hasta los últimos extremos de la violencia; pero se hizo oír a tiempo la voz vibrante del portero del convento que pronunció estas solas palabras: El señor Almirante.
A este anuncio, se contuvieron los más exaltados, y el silencio reinó por algunos instantes.
Fray Pedro se adelantó hacia la puerta del salón para recibir al Almirante, que se presentó al concurso con semblante plácido y risueño, pronunciando estas palabras:
—¿Qué ocurre aquí, señores? He percibido al llegar como voces alteradas y descompuestas…
—Señor Almirante –dijo el impetuoso Pasamonte–, el padre vicario se niega a darnos la justa satisfacción que le pedimos, y redobla nuestro agravio diciendo que del abominable sermón de este día responde la comunidad entera, pues fue predicado por acuerdo de todos los frailes.
—Es la verdad, señor Almirante –dijo sencillamente el Prior.
—¿Lo oís, señor? –repuso el Tesorero Real–. La comunidad de los dominicos viene a trastornar el orden de la colonia, negando al Rey su señorío sobre los indios, y a los súbditos que de él los hemos recibido en encomienda el derecho de utilizar el trabajo de esos infieles, dándoles en cambio la salud espiritual con el conocimiento de las verdades eternas.
—Negamos el derecho de oprimir con crueldades a esa raza desdichada –exclamó con energía fray Pedro–, os negamos el derecho de llamaros cristianos abrumando y exterminando
a tantos infelices con vuestra cruel y desalmada codicia...
A esta fulminante invectiva, el tumulto volvió a encenderse más destemplado que antes, y a duras penas consiguió Diego Colón hacerse oír y hacer valer su autoridad.
—Escuchadme todos, señores. Soy yo el que representa la majestad de Su Alteza el Rey, y mando que todos se conformen con lo que yo disponga en este caso.
Pasamonte y su bando gruñeron sordamente, ganosos de sublevarse contra aquel exordio del Almirante; pero éste frunció el entrecejo de un modo tan expresivo, había tal dignidad y arrogancia en su actitud, que todos temblaron y tuvieron por bien callarse y someterse.
Por su parte fray Pedro de Córdoba, sereno e impasible, dijo a Diego Colón:
—Señor, permitidme recordaros que nosotros, enderezando nuestras palabras y nuestras acciones al servicio del Rey de los Reyes, no podemos conformarnos sino a lo que sea justo de toda justicia, y acorde con las leyes divinas; contra las cuales, nadie ha de ser poderoso a doblegar nuestra energía, y a torcer nuestra voluntad.
—Lo sé, padre Pedro –contestó Diego Colón en tono respetuoso, y os pido que fiéis a mi decisión el caso, seguro de que nada he de disponer que no ceda a la mayor gloria del Señor.
—Siendo así, contad con mi conformidad –concluyó fray Pedro.
—Pues lo que la paz y el buen orden de la colonia exigen, Padre –dijo el Almirante–, es que el predicador fray Antonio vuelva a subir al púlpito en la misa del próximo venidero domingo, y tranquilice las conciencias, explicando de una manera satisfactoria todo lo que ha dicho hoy que parece contrario al servicio de Su Alteza y a los fueros y prerrogativas de los oficiales reales y demás vecinos ofendidos y lesionados en su honra y sus intereses, por la dureza con que los increpó el padre en su sermón.
Fray Pedro recapacitó un instante, y luego dijo con acento firme:
—El predicador volverá a subir al púlpito el domingo que viene, y cumpliremos nuestro deber como humildes siervos de Dios y fieles súbditos de su Alteza.
Oída esta declaración, el Almirante, y a su ejemplo Pasamonte y todos los concurrentes, hicieron a fray Pedro de Córdoba un reverente saludo, y se retiraron del convento, sumamente complacidos los quejosos, porque contaban con saborear el más completo triunfo.